La ejecución de Ximena Guzmán y José Muñoz en una de las avenidas más transitadas de la capital no solo estremeció a la administración de Clara Brugada: dejó un mensaje directo, calculado y profundamente simbólico. No fue un asalto, no fue un error: fue una agresión quirúrgica contra el aparato político de la Ciudad de México. Guzmán era la mano derecha de la jefa de Gobierno; Muñoz, un operador clave. Sus muertes sacuden el centro de decisiones de la capital en un momento de alta tensión política nacional.
El crimen es un desafío frontal al poder. Ocurre en el corazón urbano, a plena luz del día, en medio de un proceso de transición política, con un nuevo sexenio apenas en ciernes. Que un sicario tenga el control, el tiempo y la impunidad suficiente para ejecutar a dos figuras clave de gobierno revela un deterioro institucional profundo. Si esto puede ocurrir en la ciudad más vigilada del país, ¿qué puede esperar el resto? Este hecho revienta cualquier discurso de control, disuasión o inteligencia preventiva.
Tanto Clara Brugada como Claudia Sheinbaum reaccionaron rápido. Hablaron de justicia, de agresión directa, de movilización federal. Pero el eco de esas palabras ya suena hueco si no va acompañado de resultados. La ciudadanía, y particularmente la clase política, quiere respuestas rápidas, pero sobre todo contundentes. Si no hay detenidos, si no hay móviles claros, si no hay justicia visible, el crimen se convertirá en símbolo de debilidad del nuevo gobierno federal antes de que termine de arrancar.
La violencia en México ha traspasado desde hace tiempo los límites de lo tolerable, pero cuando apunta a las figuras del poder con esta audacia, lo que está en juego ya no es solo la seguridad, sino la gobernabilidad. El Estado debe demostrar que no ha perdido el control de sus territorios ni de sus instituciones. Porque si el crimen organizado dicta los tiempos en Tlalpan, es legítimo preguntarse: ¿quién está verdaderamente gobernando la capital?
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